Nuestra vida adquiere sentido cuando vivimos ante Dios con generosidad y confianza; siempre sostenidos por su mano creadora y santificados por su Amor. Uno de los errores más frecuentes de nuestra vida espiritual es caer en la ilusión de pensar que a Dios lo amamos y lo conocemos sólo con nuestras propias fuerzas. Sin embargo, la verdad es que sólo llegamos a amar sin egoísmos y a hablar a Dios como verdaderos hijos cuando dejamos al Espíritu Santo tomar las riendas de nuestra oración y transformarnos. En esta ocasión hablaremos un poco sobre Él, sobre la divina Persona del Espíritu Santo, auténtico protagonista de la oración cristiana.
El Espíritu Santo nos da a los creyentes una visión divina del mundo. Nos permite verlo todo a través de los ojos de Dios. Es la Luz que nos hace elevar la mirada muy por encima de nosotros mismos y nos sumerge en las profundidades de Dios, para renacer transformados y mejor preparados para entregarnos a los demás.
El Espíritu es un fuego que incendia de amor nuestras palabras y nuestros pensamientos. Si Él nos pide cosas grandes, nos dará fuerzas para llevar a cabo lo que nos pide. A nosotros, por otra parte, nos corresponde vivir con generosidad, con audacia, con la fe de aquellos que no temen nada porque en el Creador lo tienen todo. ¿Qué podemos temer si al ganar a Dios lo hemos ganado todo y nada ni nadie puede arrebatárnoslo?
Pero la voz de este Divino Huésped es sutil, profundamente respetuosa. No nos va a violentar si no estamos dispuestos a escucharle. Es como una brisa suave, que se hace sentir en lo profundo del corazón y que hay que aprender a percibir. Pero si vivimos llenos de ruido, dispersos en mil distracciones, y dedicamos sólo algunas migajas de nuestro tiempo a la oración, no podemos pretender escucharle. ¡Y vaya que es importante lo que tiene por decirnos! El sentido que buscamos con tantas ansias allá afuera, en las distracciones y en los placeres, está muy dentro de nosotros mismos, hablándonos, invitándonos a una vida llena de sentido, a una vida feliz.
Por ello, para escucharlo hace falta buscar el silencio para la oración. No sólo un silencio exterior, sino sobretodo, un silencio interior, que se alcanza orando y siendo más generosos con nuestro tiempo para Dios. Pero también llevando una vida acorde con los mandamientos que Dios nos regala a través de su Iglesia; rechazando el pecado y buscando el perdón en la Confesión cuando caigamos; y, sobretodo, agradeciendo sin cesar a Dios lo que nos regala, pidiendo que aumente en nosotros el deseo de ser suyos.
Luego de reconocer nuestra dificultad para hacer el bien y nuestro deseo de sumergirnos en el corazón de Dios, nuestro primer acto cuando oramos debería ser un llamado al Espíritu Santo, para que tome en sus manos nuestra vida y la eleve a aquella sabiduría que nos supera e ilumina nuestras oscuridades. Descubriendo que el orar es atender en lo profundo al Espíritu Santo orando en nosotros.
“Ven Espíritu de Verdad, Espíritu de Bondad, llévanos a las profundidades del misterio de Dios, ayúdanos a conocer a Jesucristo, y acompáñanos a entregarlo todo al Padre”.
Si quisieras ampliar un poco más la manera de cultivar esta relación con el Espíritu Santo en la oración, y comprender su papel como protagonista de ella, te recomiendo dos libros extraordinarios: “En la escuela del Espíritu Santo” de Jacques Philippe y la “Introducción a la vida de oración” de Romano Guardini.